lunes, 5 de noviembre de 2007

El rey Arturo (2004)


El ciclo artúrico se ha convertido tras tantos siglos de existencia en una de esas leyendas que cambian eternamente de forma, y a veces hasta de fondo. Pasaba en los tiempos en los que la gente se entretenía con canciones y poemas y sigue pasando en esta otra forma de contar historias de poco más de un siglo de existencia que es el cine.

Rara vez, si es que hubo alguna, las leyendas artúricas intentaban contar la verdad, así que todos los esfuerzos arqueológicos que se hagan van a resultar inútiles, e incluso pueden enredar aún más la madeja. Esto es lo que le ha debido de pasar al equipo Bruckheimer-Fuqua-Franzoni, que han oído una campana diciendo que hay algún historiador por ahí que dice que igual Arturo y su panda eran una banda de sármatas (vulgo ucranianos) enviados a la otra punta del imperio, y con eso se han montado un guión sabiendo muy astutamente que una excusa así para poder hacer otra peli de Arturo era dinero seguro en el banco.

Como ya dije con motivo de 'Excalibur', en caso de leyendas me da igual la falta de 'fidelidad al original', ya que para empezar a saber ese original de dónde salió y cómo de 'fiel' era, y a qué. Lo que me importa es lo que me cuenten y por qué, y en ese sentido, hay cosas suficientes en esta versión para que resulte interesante.

Tras su llegada desde la otra punta de Europa, casi Asia, Arturo se convierte en una de las figuras más postmodernas que puedan encontrarse en cine: es un cristiano convencido, con una idea idealizada de Roma como foco de todo el saber universal, y ya mil años antes de Lutero se muestra como contestatario anti-iglesia partidario de unas ideas democráticas que chocan con las del tiránico obispo Germanius. Es decir, que muestra un desencanto con la iglesia cristiana de hace 1500 años que es idéntico al que se vive en el mundo cada vez más laico de hoy. Y cuando queda desengañado del valor de esta iglesia, que tenía como luz y guía del mundo, se aferra a su idea más primigenia: ser un paladín de la libertad. Y en este caso, la libertad es defender a los britanos (o celtas, o pictos, o lo que quiera que sean el Merlin y la Ginebra de esta película) de la invasión de los malos más clásicos de la historia del cine, los germanos (sajones en este caso).

Hay una teoría que dice que los relatos históricos nunca tratan sobre el tiempo que del que hablan, sino sobre el tiempo en el que fueron hechos. En pocos se ve esto tan claro como en este caso. Es imposible que lo que sale en la película se planteara así en aquel tiempo. La tabla redonda aparece casi como una sala de reuniones en un colegio y sus caballeros son un grupo de refugiados emigrantes que logran salir adelante y dar vigor al lugar que los acoge, donde además toman esposas, tienen hijos y se involucran en la dirección de la sociedad. A pesar de todo, la democracia de un pueblo es algo demasiado anónimo, sin cara, y por eso incluso hasta la sociedad más férreamente democrática que pueda pensarse necesita tener un presidente o primer ministro a quien dirigir la mirada. Si Arturo antes era admirable como rey absoluto, o como modelo de caballero cristiano, hoy sería alguien que lucha ante las injusticias (como las que encuentra entre los romanos que se van de la isla) y se sacrifica por sus caballeros y su gente. Es una visión tan aceptable como cualquier otra.

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