jueves, 11 de marzo de 2010

La expulsión de los moriscos

La expulsión de los moriscos
Antonio Moliner Prada (Ed)

La expulsión de los moriscos (1609-1614) va a tener siempre el inconveniente de que va a coincidir en los centenarios con los de la Guerra de la Independencia (1808-1814). Ambos episodios históricos tienen cosas en común, como es el que los dos consistieron en echar a alguien de España, pero son de muy distinto signo. Mientras en 1809 nuestros antepasados estaban echando a un invasor imperialista, lo cual siempre puede ser un episodio de orgullo, por poco belicista que se sea, en 1609 se decidió expulsar a unas 300.000 personas por motivos religiosos. Y eso, hoy en día, con la corrección política y demás, ya no es tanto motivo de orgullo. Por eso, mientras que una se "celebra", la otra simplemente se "conmemora".

Libros como este vienen a evitar que la memoria de las cosas se quede sólo en lo que nos interesa, especialmente en año de Mundiales. Coordinado por un profesor titular de Historia de la Universidad Autónoma de Barcelona, es una colección de diez artículos sobre este asunto, escritos por once historiadores, profesores y catedráticos. En ella se exploran la sociedad morisca, sus relaciones con los cristianos viejos, lo que ocurrió con ellos tras la expulsión y la forma en que ésta ha quedado reflejada en la historiografía.

Varios de los capítulos están divididos por zonas geográficas (Aragón, Valencia y Granada), pero esto, por una vez, no es una absurda reducción autonomista. Si lo que hoy llamamos España antes se llamaba "las Españas", como repiten todo el rato en 'Águila roja', es por una razón: en la península existían varios reinos, y algunos de ellos, a menudo, resulta que tenían el mismo rey, pero costumbres y fueros muy diferentes. Incluso tras la famosa unificación de Isabel y Fernando, tanto ellos como sus sucesores Carlos V y Felipe II tenían que gobernar cada parte de sus dominios de una forma diferente, andándose con mucho tiento y convocando Cortes separadas. En la cuestión que nos ocupa esto llevó a diferencias notables en el trato y consideración que se tenía con los moriscos, de forma que resulta completamente apropiado "trocear" el tratamiento del problema por regiones. Por ejemplo, mientras que algunos pueblos de Valencia tenían una mayoría abrumadora de habitantes moriscos, en Perpiñán, que de aquella pertenecía a Cataluña, se sabe de un recién llegado al que se dirigieron despectivamente como "morisco" por el simple hecho de ser de Jerez de la Frontera. Lo que pasa es que ese recién llegado era... el nuevo obispo.

En Valencia, que presentaba la mayor concentración de moriscos de la península, la decisión de expulsión encontró un gran rechazo por parte de la nobleza local, que no quería perder a un colectivo que trabajaba mucho, bien y barato, que eran frugales y que no se emborrachaban, porque su religión se lo prohibía. Lo curioso del tema es que el valido de Felipe III, el duque de Lerma, en su calidad de duque de Gandía, título que también tenía, se perjudicaba a sí mismo con esta decisión, perdiendo los trabajadores de sus tierras. ¿Por qué tomarla entonces? Por motivos religiosos, simple y llanamente. España, y toda Europa occidental, se sentía amenazada por el avance de los turcos por el Mediterráneo y los Balcanes, y se veía a los musulmanes españoles como una cabeza de puente que podía abrir la puerta trasera del continente de la misma forma que ya había pasado en 711. Es difícil saber si estos temores eran fundados o no, pero la verdad es que un solo episodio de colaboración con atacantes musulmanes, sobre todo corsarios que vinieran simplemente a robar y marcharse, sin ánimo de conquistar nada, podía provocar una mala fama que cubría a todos los moriscos durante generaciones.

A todo esto, los moriscos eran oficialmente cristianos. Se llamaba así a los "cristianos nuevos de moro" que habían sido obligados a convertirse en diversas oleadas tras la toma de Granada en 1492, ya que este fue el intento previo a la expulsión. La idea era que si esos cientos de miles de personas que resultaban tan útiles a la economía de los reinos fueran cristianas, todo sería miel sobre hojuelas. Si además se le añade el concepto de la limpieza de sangre, por la cual los cristianos viejos tenían preferencia sobre estos nuevos a la hora de acceder a los mejores cargos, se obtenía un plan maestro: una forma de tener a una capa entera de población, que trabajara duro, que fuera cristiana (y católica, por supuesto) y que a la vez tuviera su ascenso social bloqueado por cuestiones de cuna. Era la manera perfecta de blindar el "status quo" de la sociedad del momento y tener a su disposición una casta inferior de sirvientes de por vida.

Pero el problema fue que la conversión no funcionó. Algunas zonas estaban demasiado lejanas para alcanzarse fácilmente, faltaban sacerdotes y frailes bien formados en lo espiritual, y muchos musulmanes se dejaban convertir hacia afuera pero continuaban con sus prácticas mahometanas de puertas adentro. Es curioso en esto la cuestión de la "taqqiya", práctica por la cual el Islam permite a sus practicantes participar en ritos de otra si ello les salva la vida en lugares y situaciones de peligro. Nada de exigir martirio, por lo tanto. Incluso existían ritos para des-bautizarse a los ojos de Alá, con lo cual nadie podía ser acusado de apóstata o hereje por ser obligado a hacerse cristiano. En 1534, un herrero morisco con el muy católico nombre de Diego Mendoza, cuando se le echó en cara si era buen cristiano o no, respondió: “Si a vos os tornaren moro por fuerza, ¿seríades buen moro? Y la dicha persona le dixo que no, y entonces el dicho Diego Mendoza dixo: ¿pues cómo quereys que yo sea buen cristiano?”

Al fin, nada de esto valió. Con el piadoso Felipe III en el trono y con la Guerra de Flandes cada vez más convertida en causa perdida y pozo negro para el oro de las Indias, se necesitaba mostrar al pueblo un triunfo de la fe verdadera en alguna parte de sus reinos, y así, el mismo día en que se firmó la Tregua de los Doce Años con los rebeldes holandeses, se firmó también la expulsión de los moriscos de España, dando plazos de pocas semanas para vender lo que se tuviera y embarcarse, ya que solo estaba permitido que se quedaran con aquello que pudieran cargar personalmente, sin poder mantener bienes inmuebles a su nombre. El encargado de hacer las redadas y supervisar las operaciones no fue otro que Don Juan de Austria, que escribió al respecto: “Sólo dire que no sé si se puede retratar la miseria humana más al natural que ver salir tanto número de gente con tanta confusión y lloros de mujeres y niños tan cargados de impedimentos y embarazos (...). Y la verdad es que, si éstos han pecado, lo van pagando”. Y luego se lo cobraron: algunos de los expulsados acabaron luchando contra los españoles por todo el Mediterráneo mientras aumentaban la riqueza y pujanza de las tierras adonde se los enviaba.

Por coincidencia, 400 años justos más tarde, el tema de mirar a alguien con recelo sobre si preferirías que no estuviera en tu país, se encuentra de nuevo de actualidad. Ya hace cuatro siglos se oían voces sobre que los trabajadores moriscos aceptaban salarios más bajos y les quitaban el trabajo a los cristianos, trabajo que luego cuando estuvo disponible no había cristiano que lo quisiera hacer. También se hablaba de que si solo se relacionaban entre sí, y de que si estaban todo el rato en la calle y que no comían en mesas, y que si les gustaba hablar alto y cantar (de ahí las palabras españolas "algarabía" y "algazara", que al principio eran simples descripciones de lenguas y dialectos). El libro rehúsa hacer comparaciones entre el entonces y el ahora, pero hay veces en que desde luego la Historia es la mejor maestra de la vida.

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