domingo, 27 de julio de 2008

Desayuno con diamantes (1961)

El problema de ver por primera vez un clásico de hace casi medio siglo es que cosas como la fama de la película, la imagen pública de los actores o director, o la forma de rodar de hace tanto tiempo, así como las ideas sociales de entonces, se le meten a uno en la opinión propia que se pueda hacer de ella. Y en pocas películas se nota esto tanto como en ‘Desayuno con diamantes’, un film que a veces parece no ya de otra época, sino de otra galaxia. Y esto tanto para lo bueno como para lo malo.

Por una parte, presenta una visión idealizada de Nueva York que no es que no exista hoy ya, cuando se llevan las lagartas sin excusa del tipo de las de ‘Sexo en Nueva York’, sino que yo dudo que siquiera existiera cuando se rodó recién nacidos los 60: suena ‘Moon river’, que es preciosa, pero que no pega para nada con la Gran Manzana, mientras Audrey Hepburn la canta sentada sobre el alféizar de una ventana, en una visión angelical que quedaría ideal en una foto, pero que en acción real se nota que no tiene ni idea de tocar la guitarra. Luego aprende portugués de un disco de vinilo mientras hace punto, a la vez que se pone una camiseta de manga larga de talla -5 y dice que se ha puesto gorda como una cerda (angelica). Todo es muy pulcro, hasta cuando llueve, nadie dice una palabrota (golly, gee, damn, es a la más que se llega), y la gente es amabilísima, incluso cuando se la usa y tira sin más.

Que ésa es otra, porque el tono de la película es tan sumamente elegante que es capaz de presentar sin ningún desdoro a dos personajes principales que viven de los favores pagados de gente del otro sexo, lo cual no sabe uno si es un atrevimiento digno de aplauso o un paso más hacia lo edulcorado, rosado y cuento-de-hadas. Él es un escritor sin ideas que vive de un rollo con una casada rica, que le pone pisito y todo, y ella, aún más elegante, vive de los cincuenta dólares que sus citas le dan cada vez que se va ‘al tocador’ durante la cena, antes de escaparse por la ventana. Su otra fuente de ingresos, ya el colmo de la finura, es un jefe mafioso que le paga cien dólares cada jueves por ir a verla a Sing Sing y transmitir el parte meteorológico a su ‘abogado’, cosas del tipo: ‘Nieve esta semana en Nueva Orléans’ (no sé si se capta el doble sentido único del asunto). Pero claro, ve tú a decirles que uno es un gigoló y la otra una prostituta. La Hepburn te miraría por encima de las gafas de sol, se pondría la boquilla de medio metro en la boca y te diría que qué zafio, ordinario y aburrido eres. O sea. Y tú además te quedarías abochornado, por torpe.

Pero si se acepta este tono de la misma forma que se acepta un musical, o una de Indiana Jones, o incluso una de terror, con todas sus convenciones establecidas, resulta una película que deja cosas para el recuerdo. Uno de los personajes dice de Holly que es ‘phoney, but a real phoney’, una impostora, pero una impostora auténtica. De la misma forma, este film es pasteloso y acaramelado, pero del que te pides ración doble cuando quieres mandar todo a la porra y simplemente darte el gusto porque sí. Con unas gafas rosa, es de lo mejor que hay. Por ejemplo, eso de ‘vamos a dedicar el día a hacer juntos cosas que no hemos hecho nunca antes’ es romántico que te pasas. Y además, Audrey Hepburn le da un tono de atrevida-pero-controlada, de indomable-pero-dulce, de cabeza-hueca-pero-adorable, de espontánea-pero-guay que resulta irresistible. Da igual lo que haga, se le sale la elegancia por los poros. Tiene el teléfono metido en la maleta, se le olvidan las llaves siempre pero el japonés de arriba le abre siempre y se libra de la bronca con una sonrisilla (por cierto, vaya tela tiene lo del japonés, qué vergüenza de personaje, ahí si que se ve que la peli es de otra galaxia), logra que le graben un anillo de plástico del paquete de galletas en Tiffany’s por su cara bonita, se levanta y acuesta maquillada, roba una careta (oh, ah, qué atrevimiento), siempre está sin un duro pero mantiene piso en Nueva York sin problemas, se pilla unas curdas del quince largo durante las que resulta más adorable todavía con los ojitos a medio abrir, y es muy rebelde porque el mundo me ha hecho así, pero ya cazará a un millonario cuando se le antoje. Es como el gato que tiene: siempre caerá de pie, incluso al final, cuando casi lo estropea con el amor de su vida que lleva ahí desde el principio de la peli. Y ella no lo vio. Ainss. En fin. Ya no las hacen así.

¿Y es eso bueno o malo? Porque es o para darse de cabezazos o para quedarse embobado. O ambas cosas.

5 comentarios:

adacaramelada dijo...

Es la peli ñoña por excelencia, para verla y no pensar en nada
Tuve una epoca que me encantaba (alla por los 13 años) pero se me pasó
De esa pelicula lo bueno es el prota que está...ainss

JR dijo...

pues a mi la peli me la estropea pensar que el prota con los años será Anibal Smith :)
El resto me mola, aunque no estoy de acuerdo en que lo de Monn River desentone con el ambiente de Nueva york, incluso el actual. a la Nueva York que yo conocí le iba muy bien esa canción.

Lenka dijo...

Sabes qué, Ro?? Que al final no ha cambiado nada. La Audrey podría ser la abuela de Sarah Jessica, alias Carrie. Apartamento en el centro de Nueva York, un "trabajo" consistente en nada, porque al final se dispone de todo el tiempo del mundo para compras, cafeses, fiestas y copeos, un sueldo ilimitado que permite Manolos a cascoporro y todos los lujos imaginables... y cómo termina el cuento?? Termina cuando la pendoncilla adorable a la que nadie osaría llamar pilingui, encuentra al caballero andante que la encarrila. Ding, dong, campanas de boda, vestido blanco y carita virginal. Nada nuevo bajo el sol desde "Putanieves y el Príncipe".

;-)

Emilio Núñez dijo...

Jeje...y tan que no ha cambiado nada. De hecho, tengo una prima que es la Audrey, tal cual. Con todo lo bueno y lo malo del personaje.

Por cierto, de esa peli me encanta el final, la escenita del taxi, ya sabeis

Anónimo dijo...

A mi la peli me encanta. Es ideal para no pensar en nada.