martes, 28 de febrero de 2012

El trasfondo humano de la guerra

El trasfondo humano de la guerra
Michael Jones
Crítica, 2012

Este libro es la tercera parte de una serie iniciada con 'El sitio de Leningrado' y 'La retirada', en la que se cuentan las campañas bélicas en el frente soviético durante la II Guerra Mundial. El título original de este tercer volumen es 'Total war: From Stalingrad to Berlin', así que puede verse claramente la diferencia que se ha hecho con el título español, seguramente porque es cierto que el espacio ocupado por la descripción de las maniobras militares es menor que el dedicado a las observaciones de los soldados que participaron en ellas. El autor, Michael Jones, profesor y doctor en Historia, deja hablar a decenas de testigos directos a través de sus cartas y de transcripciones de entrevistas, para que sean ellos quienes nos muestren de primera mano lo que vieron y sintieron. Prácticamente no hay una sola página sin citas directas tanto de alemanes como de soviéticos.

Este libro en concreto va desde junio de 1942, con los nazis, en el culmen de sus victorias militares, tomando la fatídica decisión de invadir la Unión Soviética, hasta la caída definitiva del régimen de Adolf Hitler tres años más tarde, tras su suicidio el 30 de abril de 1945. En él se describen no solo las heroicidades de los soviéticos, sino también sus violentas atrocidades, cometidas en respuesta a la agresión nazi. Tras multitud de cercos y batallas en terreno ruso, bielorruso, ucraniano, estonio, letonio, lituano y polaco, los alemanes fueron rechazados de vuelta hacia el oeste, hasta que el Ejército Rojo entró en la mismísima Berlín. Por el camino, a medida que las tornas cambiaban y la "horda asiática" se iba adentrando en territorio retomado a los alemanes, los militares soviéticos iban descubriendo las brutales salvajadas cometidas por los nazis: robos, violaciones, destrucción de ciudades, quema de cosechas y alimentos que no podían llevarse, e incluso tácticas tan refinadas como dejar campos de concentración llenos de enfermos de tifus para que al llegar los liberadores soviéticos, éstos se contagiaran al ayudarlos. Esto llegó a su culmen con la liberación de los infames campos de Majdanek y sobre todo, Auschwitz, donde si el Ejército Rojo hubiera tardado una semana más en llegar probablemente no habrían encontrado casi ni rastro de lo que había pasado allí. Los crímenes allí ocurridos son bien conocidos, pero un par de detalles bastan para recordarlos y sugerir cosas peores: el comandante Vasily Petrenko dice que "en las chimeneas derruidas de los crematorios encontraron pegada a los muros una capa de grasa humana de 45 centímetros de grosor". "Cuando hubieron inventariado las ropas almacenadas en los depósitos, contabilizaron 348.820 trajes de hombre y 836.525 de mujer" (nótese la diferencia). Los zapatos eran millones, así que ni los contaron, y había paquetes de cabello humano con un peso conjunto de 7,8 toneladas.

Todos estos descubrimientos, junto a las muertes padecidas por los propios familiares de los soldados soviéticos, hicieron que parte del Ejército Rojo quisiese devolver todo ese sufrimiento cuando tocaba el momento de su victoria. La ira aumentó cuando al invadir Alemania y encontrarse una de las naciones más industrializadas, ricas y avanzadas del mundo, con casas cómodas y elegantes incluso entre gente modesta, muchos soldados de pobrísimas partes de la URSS, que jamás habían visto un grifo, por ejemplo, se indignaron pensando que qué necesidad tenía una nación con esa calidad de vida de invadir otra que ya había sufrido siglos con la dureza de su clima y gobernantes. Hubo ejemplos de admirable contención por parte de los soldados soviéticos, pero también muchos otros de violentas venganzas guardadas durante años. Algunas de las más descorazonadoras o reveladoras no son siquiera las más atroces, como por ejemplo el de un ruso que mató a una vaca alemana porque los alemanes, tres años antes, habían matado a la única que tenían en su familia, otro que se puso a destrozar tanques que podían servirles a los soviéticos "porque eran bestias alemanas", o como el del alemán comunista que había guardado celosamente su carné del partido a riesgo personal durante más de una década de nazismo, y cuando salió a recibir a los "liberadores" soviéticos lleno de alborozo, estos lo derribaron de un culatazo sin preguntar, lo patearon y lo mataron.

Sin embargo, quizá la historia más acongojante sea la que cierra el epílogo del libro, la de Alexei Kovalev, el hombre que colocó la bandera soviética sobre el Reichstag de Berlín en mayo del 45, imagen icónica de la guerra, y cuya identidad quedó silenciada porque era ucraniano y a alguien se le ocurrió que para darle coba a Stalin, que era georgiano, se diría públicamente que había sido otro soldado paisano suyo de dicha república quien lo había hecho. Cuando Jones fue a entrevistarlo para el libro con el ánimo de reivindicar la verdad, Kovalev le contó el precio que tuvo que pagar por estar a la vanguardia del avance soviético durante el último par de años, como explorador de reconocimiento. Es todo un puñetazo en el estómago.

2 comentarios:

Juan dijo...

Anotado queda.

Muchas gracias

Anónimo dijo...
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